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biografía

 

Garance Roussel (Ibiza, 1974) es una fotógrafa autodidacta de origen francés que ha nacido y crecido en las Islas Baleares (Ibiza y Mallorca). Garance creció en contacto con la naturaleza, el persistente olor de trementina y las historias de su madre. Su padre era pintor, y los antepasados de su madre fueron artistas y bohemios. A los catorce años empieza a apasionarse por la fotografía. Sus padres le regalan entonces su primera cámara, y ella convierte su cuarto en un laboratorio.

 A los treinta dos años, en 2006, se traslada a Mallorca y decide cursar los dos años de fotografía profesional en el Centre d’Estudis Fotogràfics (CEF) de Palma. Al cabo de un año, la fotografía se convierte en una obsesión, en lo más importante de su vida. Descubre, a través de los demás, que es capaz de transmitir emociones, generar atmósferas y contar historias. Crear imágenes se vuelve algo tan vital para ella que deja su trabajo estable para dedicarse exclusivamente a la fotografía.

 Las imágenes de Garance son el reflejo de su mundo interior y de su particular manera de enfrentarse a la realidad exterior. Para conseguirlo utiliza cámaras antiguas, que describe como fantásticos artilugios creadores de magia y que se han convertido en su mejor aliado.

 

 La obra de Garance explora el nexo entre sentimiento y lugar a través del diálogo entre su propio cuerpo y el bosque que la envuelve en su vida cotidiana. Su cámara registra los espacios imperceptibles que marcan la transición entre los mundos exterior e interior.

 Enmarcadas en referencias tan diversas como el simbolismo, el espíritu gótico de Edgar Allan Poe y el idealismo transgresor de Baudelaire, las narrativas desencadenadas por las secuencias de Garance Roussel trazan un territorio de paisajes emocionales. En el centro de este enigmático y, en su esencia, abierto escenario se encuentra la artista como un actor más. Al dejarse arropar por el lugar, Garance parece anhelar la reconstrucción de la experiencia definitiva de lo “Heimlich”, es decir, la sensación de un lugar ancestral, místico e intacto que ofrece refugio y cobija al ser y sus sueños. Empleando como trasfondo un universo de texturas, formas y aromas que no duda en convertir en extensión orgánica de su propio cuerpo, Roussel siente libre para trascender los límites de su propia existencia y reconocerse como el gran Otro. Las fronteras entre lo perceptible y lo imperceptible se desdibujan, el cuerpo se funde con la naturaleza, y una especie de experiencia sobrenatural se manifiesta en el lenguaje de los signos tangibles.

 Roussel explora de una forma obsesiva la afinidad emocional que ciertos lugares concitan, una afinidad que describe en términos de los lazos que uno percibe o intuye pero que ignora si en realidad están justificados históricamente o no. Es fundamental, aquí, señalar el sentido especial que adquieren en su imaginario los antecedentes fotográficos de su familia. Su familia francesa de París, artistas en su mayor parte y también aficionados a la fotografía, solían veranear en una casa situada al borde del bosque de Fontainebleau. Roussel dispone de una amplia selección de copias sobre las excursiones realizadas por este bosque, todas ellas datadas en la primera mitad del siglo XX. La similitud de la luz entre las fotografías familiares de entonces y las suyas de ahora son para ella una obsesión, como si estuviera buscando inconscientemente el encuentro con esas antiguas imágenes a través de lentes de cámaras que también tienen cien años de antigüedad. Como si existiera una conexión invisible entre la localización actual del bosque de Mallorca donde realiza sus series y aquel otro bosque que pertenece a un momento lejano, como si el estado interior que ambos lugares encierran se fundiera en uno solo y, de este modo, persistiera.

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 El autorretrato, que completa el esquema de reflexión en la obra de Garance Roussel, es portador de una búsqueda existencial y se convierte en la prueba material del enlace del ser con el mundo. No tan explícitas, sino sutiles y crípticas, las formas de su feminidad entran en diálogo con el bosque, entendido este como la matriz primitiva de ramas de árboles y hojas, mitos paganos y ritos ancestrales. Para Roussel, todas las historias de fantasía y misterio ocurren en bosques encantados habitados por seres maravillosos o terroríficos donde no penetran ni el género humano ni la luz. Ante todo, el bosque facilita un espacio para la imaginación y el delirio: la dislocación del ídolo del espejo, las visiones alucinatorias y el acercamiento a lo desconocido, remoto y prohibido. Nacido del caos original, este espacio abre una infinidad de puertas a otros mundos y posibilita la confrontación con el otro, con la sombra, el sueño maravilloso, con todo lo que yace fuera del lenguaje.

 En este cruce entre lo natural y lo sobrenatural, entre la vida y la muerte, la figura de la artista emerge como la suprema encarnación de lo sublime. Guiada por una especie de automatismo psíquico, Roussel sigue fotografiando sin utilizar el intelecto y continúa disparando movida por la intuición, las sensaciones y los sentimientos. Cuando coge una cámara, no piensa, desaparece, ya no es materia, llega incluso a sentirse aturdida y aun a desmayarse al separar la cámara del ojo…

Natasha Christia